Hace
algunos días me sucedió algo quizás un poco fuera de lo usual. Ahí estaba yo, esperando
a las dos de la tarde el colectivo en plena Plaza San Martín luego de compartir
un buen almuerzo con mis compañeros de la facultad. Distraída, pensando en lo
contenta que estaba por lo bien que había salido la puesta en escena del gran
proyecto noticioso de fin de cuatrimestre, que había sido emitido esa mañana.
De
lejos veo que se viene acercando un señor. No muy alto, de mediana edad y con
la espalda ligeramente encorvada. Noté que me miraba. Y yo, claro, desconfiada
y nerviosa, miré para otro lado. Veo que se acerca a mí y puedo ver una ligera
sonrisa bondadosa en su rostro. Sin ningún tipo de mediación me recita un verso
romántico. No recuerdo exactamente las palabras que usó, sin embargo, recuerdo
que eran sencillamente bellas. Ni melosas, ni extravagantes, ni obscenas. Simplemente,
un corto verso que expresaba belleza o adulación a quien lo escuchase.
Yo
no sabía para dónde mirar. Al principio, supongo, me sonrojé, porque sentí cómo
la cara se me calentaba velozmente. Luego desconfié. Y al final, sólo me limité
a disfrutar. Me di cuenta que este hombre no tenía la más mínima mala
intención, más que recitar un verso a quien estuviera dispuesto a escuchar. Cuando
terminó, le di las gracias con una gran sonrisa y atiné a darle alguna limosna
por su dedicatoria, pero se fue tan rápido como llegó.
Quedé
ahí, con una sonrisa y una extraña sensación y en medio de la fila de personas
que esperaban a que llegase el colectivo. Me di cuenta que la señora al lado
mío me miraba con cara muy extraña.
De
la nada, el señor volvió a aparecer con un papel en la mano. Me lo tendió y
dijo “Este es un poema para vos. Gracias por dejarme dedicártelo. Espero que
tengas un hermoso día.” Y señalando el final de la hoja, agregó: “Este es mi
nombre. Yo soy el autor”. Con una sonrisa le agradecí nuevamente y volvió a
desaparecer entre la multitud de personas.
Observé
de nuevo a la señora que estaba al lado mío, que seguía mirándome de reojo.
Quise decirle “No señora, no estoy loca. Este hombre no parecía tener malas
intenciones, y hasta ahora todavía siento las manos y puedo hablar, así que el
papelito no está impregnado con ninguna droga sedante. Creo que sólo me vio y quiso
recitarme un verso.”
A
veces me parece sorprendente que el estilo de vida que llevamos, la de una
enorme urbe de hormigas obreras corriendo en un vertiginoso círculo de trabajo
angustiante y asfixiante, no nos deja disfrutar de las cosas más pequeñas y simples. ¿Cuándo
dejamos de prestar atención a los pequeños gestos? ¿En qué momento todo
desconocido se volvió un posible ser del mal? ¿Hasta qué punto nos llevan los
prejuicios? ¿Acaso no puede este hombre ser sólo un recitador que busca
alegrarle el día a alguien?
Quizás
sea cierto que en este mundo dominado por la violencia y las noticias nefastas se
haya vuelto costumbre la desconfianza y el temor. Pero son estas pequeñas
situaciones las que me devuelven un poquito de esperanza en la humanidad y me
dejan creer que, a veces, es posible permitirnos creer que un simple verso de
amor no es un precursor de un acto trágico.
Que lindo Erne, un genio el viejito :)
ResponderEliminarGracias Solcito! :)
ResponderEliminarMe encanta que no pierdas la esperanza !!!
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