lunes, 10 de agosto de 2015

Un verso en el aire

Hace algunos días me sucedió algo quizás un poco fuera de lo usual. Ahí estaba yo, esperando a las dos de la tarde el colectivo en plena Plaza San Martín luego de compartir un buen almuerzo con mis compañeros de la facultad. Distraída, pensando en lo contenta que estaba por lo bien que había salido la puesta en escena del gran proyecto noticioso de fin de cuatrimestre, que había sido emitido esa mañana.

De lejos veo que se viene acercando un señor. No muy alto, de mediana edad y con la espalda ligeramente encorvada. Noté que me miraba. Y yo, claro, desconfiada y nerviosa, miré para otro lado. Veo que se acerca a mí y puedo ver una ligera sonrisa bondadosa en su rostro. Sin ningún tipo de mediación me recita un verso romántico. No recuerdo exactamente las palabras que usó, sin embargo, recuerdo que eran sencillamente bellas. Ni melosas, ni extravagantes, ni obscenas. Simplemente, un corto verso que expresaba belleza o adulación a quien lo escuchase.

Yo no sabía para dónde mirar. Al principio, supongo, me sonrojé, porque sentí cómo la cara se me calentaba velozmente. Luego desconfié. Y al final, sólo me limité a disfrutar. Me di cuenta que este hombre no tenía la más mínima mala intención, más que recitar un verso a quien estuviera dispuesto a escuchar. Cuando terminó, le di las gracias con una gran sonrisa y atiné a darle alguna limosna por su dedicatoria, pero se fue tan rápido como llegó.
Quedé ahí, con una sonrisa y una extraña sensación y en medio de la fila de personas que esperaban a que llegase el colectivo. Me di cuenta que la señora al lado mío me miraba con cara muy extraña.

De la nada, el señor volvió a aparecer con un papel en la mano. Me lo tendió y dijo “Este es un poema para vos. Gracias por dejarme dedicártelo. Espero que tengas un hermoso día.” Y señalando el final de la hoja, agregó: “Este es mi nombre. Yo soy el autor”. Con una sonrisa le agradecí nuevamente y volvió a desaparecer entre la multitud de personas.

Observé de nuevo a la señora que estaba al lado mío, que seguía mirándome de reojo. Quise decirle “No señora, no estoy loca. Este hombre no parecía tener malas intenciones, y hasta ahora todavía siento las manos y puedo hablar, así que el papelito no está impregnado con ninguna droga sedante. Creo que sólo me vio y quiso recitarme un verso.”
A veces me parece sorprendente que el estilo de vida que llevamos, la de una enorme urbe de hormigas obreras corriendo en un vertiginoso círculo de trabajo angustiante y asfixiante, no nos deja disfrutar de las cosas más pequeñas y simples. ¿Cuándo dejamos de prestar atención a los pequeños gestos? ¿En qué momento todo desconocido se volvió un posible ser del mal? ¿Hasta qué punto nos llevan los prejuicios? ¿Acaso no puede este hombre ser sólo un recitador que busca alegrarle el día a alguien?


Quizás sea cierto que en este mundo dominado por la violencia y las noticias nefastas se haya vuelto costumbre la desconfianza y el temor. Pero son estas pequeñas situaciones las que me devuelven un poquito de esperanza en la humanidad y me dejan creer que, a veces, es posible permitirnos creer que un simple verso de amor no es un precursor de un acto trágico.

3 comentarios: